Había una vez una oficina en un departamento de Devoto. En ella todo era armonía y dulce entrega al arte de la traducción. En esas tierras de ensueño la Dama gobernaba con mano firme, sabia y buena. Eran épocas de prosperidad, hoy remotas, de las que nada sé a excepción de lo que me contaron sus primeros ocupantes. Yo llegué un día a la oficina como parte de una nueva camada de traductores. Eran épocas, se podía ver, de grandes cambios. No percibimos, en realidad, la verdadera magnitud de esos cambios, engolosinados como estábamos, recién llegados, con la marea de estímulos y acertijos lingüísticos que brotaban de las terminales informáticas a las que fuimos asignados. La historia, ya se sabe, rara vez puede formularse en tiempo real como narración. Casi nadie puede contar el cuento a medida que éste surge desde el corazón del Universo. No nos dimos cuenta: estábamos en guerra. La oficina era el campo de batalla. Y aunque en realidad eso sí lo percibimos (se oìan los gritos desde el fondo), lo que se nos escapó fue, de nuevo, la dimensión real de la batalla. Cuando llegué a la oficina lo hice como parte de un escuadrón de avanzada. Su objetivo, reducir cuanto antes una carga de trabajo que amenazaba con saturar, y hechar a perder, la armonía que tanto esfuerzo había costado a la Dama edificar ladrillito a ladrilito (del vacío de un tres ambientes que ella misma se encargó de decorar). Ese era el pasado. Nuestra llegada marcaba el principio del fin. Adiós a ese mundo de hadas. Para la Dama el camino se dividía en una encrucijada letal. Frente a ella, y delante nuestro, se erguía ese ser que en los próximos días (decisivos) se convertiría en su Némesis y su "peor pesadilla". Era el Chulo, y arrastaba consigo el aliento de mil inquilinos infernales.
De nuevo: no nos dimos cuenta. Empezó como una pelea leída en términos de celos y disputas de poder - la Dama era el Antiguo Régimen, el Chulo se creía Napoleón -; así fue como se configuraron, casi de repente, los bandos del enfrentamiento que le dieron entidad al conflicto. Quise mantenerme neutral. Creo que lo logré no sin dignidad. La oficina tomó partido por la Dama; las alternativas de la batalla serían largas de enumerar. Basta visualizar el terreno (otra vez, un tres ambientes en el "jardín de Buenos Aires", Villa Devoto), para imaginar los mecanismos y el tipo de armas usadas en esta guerra. Guerrilla semiótica, propaganda, asedio psicológico, sabotaje. Da igual. El desenlace del conflicto se hallaba escrito de antemano (en un manual de coaching empresarial). Que conste, me caía mejor la Dama, jugó sus piezas con una elegancia infinitamente superior al Chulo (que por su parte daba la impresión, por momentos, de ser un hombre en un asombroso estado de desesperación). Así, nos despertamos un día, inmersos en un conflicto.
Quince días. Dos semanas, fueron las que necesitó el Chulo para tomar el control de ese armonioso paraje del que hablaban las leyendas (la Vieja Oficina, el tiempo de Antes) y convertirlo en un territorio balcanizado, al borde de la desintegración. Le habían dado órdenes de ampliar la oficina. Sumar traductores (nosotros) y expandir el flujo de trabajo. Éramos la levadura que haría fermentar la malta de dinero y productividad que son la esencia y felicidad de toda oficina. Dos semanas. Pronto se hizo evidente que esta historieta se hallaba condenada a reventar. Sólo quedaba esperar, y prestar atención a la dirección en la que la sangre salpicase.
Por otra parte, la batalla mortal que se desarrollaba en las oficinas porteñas de la empresa no podía pasar desapercibida para los astutos sistemas de vigilancia de la Casa Matriz ubicada en California. Tarde o temprano se darían cuenta de la situación. Quién sabe cómo reaccionarían.
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