martes, agosto 8

La vida posfordista

Estaba la Dama y estaba el Chulo. Ella, traductora, dirigía la oficina desde hacía tres años, porque la había instalado y contratado a los primeros empleados y porque respondía a las directivas de la casa central de California con cuyos managers se reunía todos los días en conferencias virtuales, y porque cada tanto la visitaban para ver cómo andaban las cosas en Buenos Aires y las cosas marchaban. Demasiado bien. Después llegamos nosotros, los refuerzos. Y con nosotros el Chulo.
La empresa se lanzaba a una carrera vertiginosa. El salto cualitativo con el que sueñan todos los gerentes del mundo. Está en los manuales. Y en ellos siempre está el Chulo. Joven fogueado en oficinas de producción de software. Timbero de la entrega contra reloj. Un sobreviviente. Un adicto al trabajo y un caso de estudio. Su misión, agrandar la oficina y multiplicar la productividad. El camino: el desarrollo y puesta en marcha de herramientas de traducción, sobre todo, del glosario en línea que le permitiría a la oficina central de California estar al tanto en vivo y en directo de los términos que elijan sus traductores de la periferia tercermundista para cada proyecto que ellos les asignen. Además, verificar el avance, contar cada letra que tipeen y desplegar la información en cuidados gráficos que faciliten la contabilidad del trabajo y permitan detectar tendencias a la baja, caídas de rendimiento, eliminar rezagados, inyectar amor al arte de la velocidad. Para eso llegó el Chulo, y por ello brindaba por adelantado con soplos de entusiasmo que apenas dejaban entrever sus ojos grises, por lo demás casi siempre concentrados en aceitar la maquinaria y pulverizar el vacío improductivo. Rapiñaba empatía, calculaba las dósis como un pirata sin prestigio.
En eso andaba la oficina. Y en eso llegamos nosotros. A reventar los índices de producción con la entrega en dos meses de un 1.000.000 de palabras. Jerga tech de la buena. Dura como cuarzo enterrado en una placa tectónica.
El plan, perfecto. California no se equivocaba. Tenían en Buenos Aires a un equipo de traducción que funcionaba. Era eficiente, la Dama respondía. Pero podía mejorar. Sólo había que tomar la calidad y la experiencia de los traductores, las destrezas lingüísticas de la Dama, y combinarlas con el perfil de trabajo kamikaze que aportaría un productor de software. Bio-tecnología: un cuerpo de traductores con cerebro de programador. Si se los conectaba en red y se los estimulaba en forma adecuada serían invencibles. Entran palabras, sale oro.
En eso estábamos. Hasta que estalló ese equilibrio ficticio entre la encargada del lenguaje y el de la velocidad. El Chulo y la Dama estaban en guerra. Era el principio del fin.

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