14-1
Estoy en la estación de buses de Cochabamba. Es un hervidero, aturde y parece mucho más grande que Retiro, más que cualquier concentración de personas que haya visto en Argentina alrededor de un medio de transporte. Pero después, en persepectiva, la impresión debe venir de la cantidad de paquetes arrastrados, las mercaderías bajadas con sogas del segundo piso a las plataformas, el personal circulando a toda velocidad, los vendedores ambulantes de pasajes, a los gritos, el estilo de feria callejera y frenética que se extiende por Bolivia. Hoy estuve en el mercado frente a la estación, que se pierde en el horizonte en un damero de tiendas y pasillos con ofertas todos los rubros, aunque no encontré mallas y tuve que comprar una en el centro. La mía la dejé en el hotel de Potosí.
Acá estuve solo, había quedado en encontrarme con el malabarista y las payasas rosarinas en el hotel Concordia, pero llegué un día antes y la calle Aroma del hotel, de pasillos lúgubres, y enrejados más parecidos a los de las Casas de Cambio en ciudades de frontera, que a cualquier otra cosa, hace honor a su fama, de la que luego me advertirían.
Anduve dando vueltas. En la plaza 14 de Septiembre , la campaña por el Sí. Micrófono abierto, y una cola, hileras de macetas en el suelo con brotes verdes. Una mujer con aire a Susan Sontag saca fotos. Lleva una pechera que reza "Misión Veedora de la Unión Europea". Es la única turista que me cruzo en Cochabamba. Los que leen un artículo de la Nueva Constitución por el micrófono pueden llevarse su planta.
A la noche, se juntan a debatir grupos de personas en la plaza, rodeada por el resabio colonial de una recova de arcos, ocupada por la Catedral y las oficinas de Gobierno, un estilo erosionado casi por completo en el resto de la ciudad. Es tradición, me cuenta un chico, mientras escuchamos a un coro de personas que debate sobre el rol del neoliberalismo en las políticas seguidas por Bolivia en los úlitmos años. Hay un rubio con un morral cruzado que parece un anarquista de la Facultad de Sociales. Es suizo y está casado con una boliviana, me entero. Lleva masticada la discusión con varios de los que lo escuchan pregonar contra la intolerancia de los "cambas", los bolivianos del Oriente, la medialuna de Pando, Beni y Santa Cruz, pero también se lo oye arengar por menos burguesía y más anti-capitalismo para la Nueva Constitución y el gobierno de Evo Morales. Algo así piden las pintadas que se ven en las calles, firmadas por una Juventud Comunista y grupos anarco-punks. Por lo demás, la campaña por el Sí sigue su curso, con mucho más entusiasmo y presencia en las calles.
A la noche, además de la ronda sobre neoliberalismo había otras sobre religión, algunas más chicas de amigos sobre prefectos y política de hidrocarburos, una que trataba el arresto de un dirigente estudiantil denunciado a la tarde con banderas y discursos. Al rato, empieza un show de hip-hop, de unos chicos que instalaron unos parlantes potentes y presentan a un conjunto de chicas bailan una coreografía, después a unos raperitos que no sumaban veinte años entre los dos. En un impasse, un pastor evangélico toma la palabra y divaga sobre el lenguaje juvenil, las tribus urbanas, la necesidad de acercarse a los chicos, a los que parece haber motorizado y a los que pretende tomar como paradigma de algo que no me quedo a escuchar.
Por la San Martín, ceno humita, salchipapa y licuado de papaya. Es un circuito transitado y mal iluminado, como Once o Constitución. Al otro día, llego hasta el barrio más rico del otro lado del río, donde las casas tienen jardín, rejas y vigilancia privada. Casi no hay cholas ni puestos en la calle.
Me voy de la ciudad, tras repasar la lista de compañías de buses en la terminal y elegir la que se llama Urkupiña, como la Virgen a la que le rezó el hombre que me vendió el amuleto en Tupiza. Me inspiran poco los micros de Bolivia, y éste para dos horas en medio de la noche y del griterio del tráfico amontonado en medio de un pasaje de la sierra. No pasa nada, seguimos inmóviles y alguien que pretende bajar se encuentra la puerta del micro trabada. Estamos atrapados, y me asombra, me exaspera la tranquilidad de los pasajeros que siguen durmiendo. Llegan rumores de un deslizamiento de tierras, y me imagino sepultado bajo un ola de barro y tratando de escapar por la ventanilla entreabierta. Finalmente, el bus vuelve a arrancar y adelantamos una hilera de camiones que desemboca en un arroyo crecido, los faroles lo iluminan, lo atravesamos a los saltos y retomamos el camino con la misma placidez con la que nos habíamos detenido. Convencido de que no se puede dormir en un asiento trabado a 90 grados, sigo el consejo del chico sentado al lado mío y me tiro en el piso con la mochila de almohada. Mucho más tarde, llegamos a El Alto, y cuando empezamos a descendear por los caminos del pozo que conduce a La Paz, el cielo negro se inunda de una franja de luces que me hace acordar a los paisajes estelares que navegan las naves de La Guerra de las Galaxias. Parece una ciudad hermosa.
**
(Unos días antes, había estado en Sucre, la ciudad blanca, el corazón de la independencia americana, la sede de la tres veces centenaria Universidad de Chuquisaca, hasta donde se arrimaban a estudiar algunos que luego reaparecerían en la Revolución de Mayo.
Sucre es blanca, silenciosa como un campus universitario. Extraño los bocinazos de los mini-buses estampados contra las fachadas decoradas de Potosí, los portones de madera, el griterío desesperado del centro, como un lamento por los compradores que pasan y no compran.
En el Museo de Etnografía y Folklore, una muestra de máscaras de carnaval de todas las regiones del país, brilla más que la próxima producción de Tim Burton y no se explica que los diseños no hayan alcanzado algún limbo POP como el que convirtió a los dragones del carnval chino en lugar común del imaginario internacional sobre culturas orientales. Digamos, que no hay chinoiserie boliviana. Salvo la de los pulóveres y los morrales tejidos, pero esta sería muchísimo mejor, le daría un colorido trash a la imagen de Bolivia que le haría mucho más justicia. Más que la que le hacen los estudiantes de Sociales y sus gorros de lana con llamas marrones, grises crema.)
**
2 comentarios:
son tan buenas estas crónicas que te merecés un pasaporte diplomático, una valija llena de travel-checks y algún dispositivo con teclado qwerty, como para universalizar la leyenda.
claudio! no sabés lo que se valora tu apoyo desde este cyber de La Paz, abrazo, la próxima nos cruzamos en algún destino
Publicar un comentario