Fue raro cómo me enteré de que habían despedido al Chulo. Me lo contó un empleado del Hotel Ceasar´s que custodiaba la puerta de la Oficina aquella mañana. Era sábado, y faltaban dos días para la entrega. La Oficina acumulaba la tensión de ese choque en cámara lenta en que se había convertido nuestro modo de ver el mundo. Era inminente, y por eso acepté trabajar fuera de horario, por única vez y, sobre todo, para no agregar distorsiones al frágil mapa existencial con el que Roxy intentaba, desde la trinchera de su mente, y sin duda en vano, mantener actualizado el sentido de su vida. Roxy la coordinadora, la Project Manager, podía armar un cronograma de tareas y calcular la velocidad crucero de traducción, hacer conteos de máquinas, traductores, turnos, horas, promedios y aún así sostener conversaciones en simultáneo y por dos o más medios a la vez. O mejor dicho, pudo hacerlo durante un tiempo muy largo que se remontaba a las épocas fundacionales de la Oficina, que yo no conocí, y de las cuáles había surgido como una pieza central de la empresa.
Pero algo había cambiado en Roxy. Parecía ausente, cada vez más. Se la veía circular entre las computadoras, igual que antes pero cada vez más despacio. Una cortina de silencio, o de ruido imperceptible, se había interpuesto entre ella y el mundo y hacía que las palabras que nosotros le dirigíamos se estancaran en un limbo del que apenas lograban escapar. A dos días de la entrega el intervalo de Roxy se había vuelto crítico. Las consultas a lo que alguna vez había sido la fuente de información más dinámica de la Oficina, se hacían ahora en voz alta y se dirigían a nadie en particular. Pedidos de ayuda emitidos sin fe. De alguna manera, sin embargo, íbamos a lograrlo.
A pocos días de la entrega el Chulo y la Dama dejaron de venir. El Americano había terminado su ronda de entrevistas, y ahora su paradero era desconocido. Había llegado de improviso, y de igual forma se había ido. Sólo las llamadas desde California, que Roxy, pese a todo, aún atendía, daban señales de una cadena de compromisos y arreglos que nos involucraban, y que pendían sobre nuestro horizonte como un vacío incomprensible que, pienso ahora, eran la verdadera razón por la que seguíamos adelante. Queríamos saber qué había después, qué sería de la Oficina, el Chulo, la Dama y nosotros cuando hubiéramos acabado con ese bloque de palabras que se extendía detrás nuestro como un desierto radiactivo.
Ese sábado, entonces, llegué temprano. Frente a la puerta de la vieja casa, saqué la llave y la introduje en la cerrdura. Un hombre joven me miraba de reojo a unos dos metros. Me vio forcejear con la puerta, y dejó que la golpeara un par de veces antes de preguntarme quién era yo. No respondí, y el hombre entonces me preguntó si trabajaba para el Chulo. Sí, le dije, ante lo cual me recomendó que tocara el timbre. Le pregunté quién era él, y así fue cómo me enteré. Habían cambiado la cerradura durante la noche, y el Chulo era ahora una figura fantasmal que asolaba a la Oficina desde que lo despidieran y se retirara el día anterior entre amenazas y promesas de venganza. Había llamado durante la noche y entablado conversaciones con alguna de mis compañeras, cuyo contenido, según ellas, demostraba una fractura emocional tan violenta que les había hecho temer por su seguridad. El Americano le había pagado al hombre de la puerta para que cuidara la entrada de la Oficina. Fumaba un cigarrillo y trataba de no quedarse dormido. Parecía divertido.
Cuando subí el Americano se había ido, y Roxy, sentada en la cocina, revolvía una taza de té. Iba a ser un largo día.
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