viernes, diciembre 22
Anales
Una vez leyó un análisis sobre la historia de Occidente desde el punto de vista del alma. Los antiguos, su mundo habitado por espíritus escondidos detrás de cada piedra. El desencantamiento. La edad de la razón y la malla conceptual que tiñó el paisaje de cálculo racional. El mundo como punto intermedio entre el pasado entrevisto, y el futuro tentador, la vía de escape. La Tierra, una nave intergaláctica. Las estrellas, los aeropuertos del mañana. Y en un jardín de infantes, recordó, alguien le regaló una estampilla. Se pegaban estampillas en sobres de papel, y adentro iban las cartas escritas a mano. Se las coleccionaba como si fueran figuritas o postales, y cada una tenía un valor como las monedas y los cheques. La mayoría de los chicos las guardaba, las miraban y las comparaban con las estampillas de sus compañeritos. Algunos hacían canje. Y estaba la vanguardia. Habían dicho que las estampillas pierden el valor cuando se rompen. En ese entonces, hacían furor los dibujos animados por la televisión durante la merienda ( animación y alma comparten una raíz etimológica que más de un lingüista podría evocar). Esas fiestas paganas de enredos y violencia mal disimulada estaban encarnadas por animales parlantes. Las almas de la pantalla surgían de improviso como fantasmas, y huían de los cuerpos para vivir en un mundo invisible. Aquella vez, algunos de los chicos preferían romper las estampillas y acercarlas al oído. Querían escuchar el ruido de la estampilla al momento de pereder su valor.
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