Una tarde de esa semana, Michael me llamó a su oficina. Era parte del protocolo, todos los empleados de la Oficina pasaron por ella, en esos días, para conversar con él. Después del almuerzo del día de su llegada, Michael quiso entrevistarse a solas con cada uno de nosotros. Quería hacerse una idea de cómo marchaban las cosas en la sede Buenos Aires; tal vez quisiera corroborar sospechas. Supongo que tenía que calibrar las hipótesis, los presupuestos en los que se fundaba su Idea de la Oficina-- completar el conjunto de imágenes con el que contaba, construidas, casi únicamente, a partir de conversaciones telefónicas, meetings virtuales, e-mails, ese tipo de contactos. (Así se manejaban las cosas por entonces. Él (ellos) en California; aquí, en Devoto, el Chulo, la Dama, y el resto.)
Pero esa tarea de supervisión era su segunda agenda. En principio, el Americano había venido para felicitarnos por el trabajo, y para anunciar una nueva etapa producto del crecimiento de la empresa. Había, es cierto, expectativas de grandes novedades. Por ejemplo, se lo escuchó preguntar por personas dispuestas a viajar a California donde hacían falta buenos traductores de español. Michael conocía al detalle el arte de motivar a sus empleados (ese ars retorica es el alma del buen management).
Cuando entré a su oficina me preguntó por mi nombre. Se lo dije, y para más datos le recordé algunos correos electrónicos que había intercambiado con él. Algunas semanas antes de su llegada yo le había escrito porque había tenido algunos problemas con otro californiano, un pseudo financista con perfil de estafador, de nombre Howard Willers, de quién quería cobrar cierto dinero atrasado por un trabajo de traducción. Michael me pidió sus datos e incluso se ofreció para hacerle una demanda. Esa vez, ya en Buenos Aires, me pidió el número de teléfono de Howard, que le di al instante, e hizo la llamada desde su celular. Con el tono de un fiscal logró arrancarle un compromiso de pago que, de todas maneras, nunca llegó.
Pero volvamos. Michael me largó en seguida. Ya casi era última hora y para entonces habría tomado la decisión. Me acordé del americano de Graham Greene que, impasible, rosqueaba entre facciones de guerrilas vietnamitas cuyos nombres no sabría ni pronunciar, ya no digamos comprender el sentido de sus proclamas. Esos atardecers en Hanoi, el rumor de la selva, las ametralladoras.
Pensé en el Chulo, en sus ensueños de tecnócrata y en su proyecto para un software de traducción automática-- iba a elevar la velocidad de traducción, decía, al infinito. Pensé en la Dama, en su orgullo de traductora, en el estandarte de la calidad y la elegancia (eran manuales, lo que traducía, pero no le importaba), los cuales levantaba como si fueran las banderas de sus padres peronistas. Los vi a los dos, al Chulo y la Dama, pelearse a los gritos, una vez más, por motivos que tal vez ya nunca entenderían.
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