Esa semana el tiempo se aceleró. A pocos días de la última entrega, a punto de enviar el último de los archivos traducidos, corregidos sobre la marcha, leídos en sesiones maratónicas, las páginas de texto surgían y desaparecían de las pantallas de nuestras computadoras. Eran como imágenes de un video-clip. Nosotros, como artesanos expertos en explosivos, una patrulla de marines inmersos en un campo minado huyendo de una horda de salvajes. Las películas de Indiana Jones.
Con el Americano, parecía, se iniciaba una era de Pax Romana. Se lo vio al Chulo pasear por los pasillos y, con aire relajado, bromear sobre un descanso merecido para todos. La Dama emitía comentarios enigmáticos, que cifraban esperanzas en supuestos planes que torcerían el rumbo de la empresa. No había armonía, había algo mejor, la fantasía de un calmo desembarco en playas-paraíso. Todo se arreglaría.
La verdad, en todo caso, se hallaba almacenada en el cerebro del Americano. Al fin de cuentas, la Oficina no era más que la proyección material de los planes de éste, la avanzada sudamericana, la extensión lógica de la agencia de California. Por lo tanto, su llegada colocaba el futuro de la sede al filo de una decisión. Esa decisión era la que, postergada, habría de desembocar en el escenario de conflicto, el presente, ese tablero de operaciones en el que el Chulo y la Dama se enfrentaban, y en el que se jugaban cada fracción, real o imaginada, de esa, quizás ya mítica -para ellos-, Oficina. Eran, claro, víctimas del proceso. Eran efectos necesarios de las políticas de management del Americano. Eran sus creaciones, y por eso había viajado éste a Buenos Aires: temía que se le escaparan de las manos. Nada hubiera sido más peligroso. También él, en cierta forma, era una víctima de sus propios planes.
El dilema, entonces. La Dama o el Chulo, el lenguaje o la máquina.
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