Hará unos dos meses entré a trabajar en una oficina de traducciones. Funcionaba en un departamento en Devoto, un tres ambientes ocupado por escritorios y computadoras conectadas en red. Era una emergencia. Les habia llegado un proyecto que los desbordaba, se lo habían mandado desde el comando de operaciones de la empresa ubicado en San Diego, California. Devoto era una sede, el búnker en Argentina a la que habían elegido como destino para la traducción de ese millón de palabras del sitio web de Cisco que nos tocó en suerte y que consitutía el curioso experimento de una mente afiebrada, dicen, proyecto sin duda condenado al fracaso de un oscuro gerente de programación que iba a usar nuestras traducciones para alimentar una máquina todavía imaginaria pero que algún día echaría a andar y se convertiría en un traductor automático, universal, definitivo, de manuales de redes, el sueño de una comunicación de costo cero y una invitación a la guerra que pedía a gritos la conformación de un sindicato de traductores. El apocalipsis. Pero esa es otra historia.
En eso estaban cuando llegué a Devoto. Cada tanto, virtual meetings. Encuentros con voces mediante intercomunicadores cargados de estática. Los coordinadores de San Diego que deseaban suerte, y un próspero año nuevo, la feliz llegada a término y el cumplimiento de los plazos para la entrega de lo que fuera se lograra traducir a velocidad sin detalle, a priorizar sobre la calidad. A toda máquina, por favor. Y así anduvimos.
Tardé unos días para darme cuenta. Después fue obvio. En Devoto, en la oficina, había dos bandos y una guerra sanguinaria.
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