sábado, octubre 13

Para llegar al ph de mis amigos en la calle Maza hay que pasar por la entrada de un garage. En una de las paredes, instalado en un nicho, sentado en la postura de flor de loto hay un Buda. No es de piedra, parece hecho de cemento pintado. Dorado, como todos los budas mira al frente con los párpados bajos y tiene las manos apoyadas en la falda. En las palmas ahuecadas alguien le había dejado unas hojas verdes hoy cuando pasé, por lo que su expresión siempre inasible parecía transmitir agradecimiento.
Hace mucho que paso por esta entrada pero recién lo vi hace unos días, disimulado entre en las sombras.
Y hoy mientras miraba de nuevo la estatua pensé en las grutas del Puente del Inca en Mendoza. En las celdas que construyeron hace muchos años, talladas en la piedra de la montaña para albergar a los visitantes que desearan recurrir a los poderes medicinales del agua del río que cruza el Puente. La entrada del garage encomendada desde lejos al Buda cobra un aire a templo excavado, como si las rampas por las que suben al primer piso los autos, o bajan al subsuelo, fueran pasillos que conducirían a los visitantes a las cámaras interiores, para llegar a las cuáles fuera un hábito detenerse unos segundos frente a la imagen antes de seguir camino. 
Pero sobre todo pense en E.T. En un viejo juego de Atari, la consola a la que jugábamos con mis amigos cuando éramos chicos en los '80. En realidad, nunca pudimos jugarlo. Nunca llegamos a entender qué teníamos que hacer, cuál era nuestra misión, el motivo por el cuál al introducir el cartucho en la máquina y apretar la tecla de encendido nos quedábmos frente a un monigote de píxeles que representaban al extraterrestre y al que podíamos manejar con nuestro joystick. Pero aunque lo hacíamos caminar por las interminables pantallas del juego, y visitar los escenarios despojados y minimalistas, las habitaciones vacías, la infinita desolación de un mundo en el que, increíblemente, no parecía existir otra forma de vida más que nosotros, nunca logramos extraer ningún sentido de ese penoso deambular. A veces ocurría un milagro y en medio de la nada surgía una flor sobre la que inmediatamente hacíamos avanzar a nuestro personaje hasta ponerlo a su lado, para apretar el botón del joystick con la secreta esperanza de que algún mecanismo se activara y finalmente las conexiones invisibles que ordenaban el funcionamiento del juego pusieran en marcha ese mundo inherte. Tal vez la flor fuera la encargada de romper el hechizo. Tal vez lo conseguiríamos si realizábamos cierta combinación de movimientos y botones. Pero si esa combinación existía, nunca la encontramos. 
Es muy difícil contemplar al Buda del garage. Los breves lapsos de silencio que permiten acercarse a él se ven interrumpidos por los autos que suben y bajan de las rampas. Mientras me detenía en los rasgos apacibles de su sonrisa, sonaba una y otra vez la chicharra que alertaba sobre la salida de otro auto y, básicamente, advertía que lo mejor era mantenerse lejos de la entrada, la estatua y todo pensamiento que nos impidiera seguir con atención el ritmo del tráfico. 
Mientras me iba me acordé de las leyendas que se cuentan en la web sobre aquél juego de E.T. Dicen que marcó el inicio de la decadencia del imperio ATARI en la industria de los videojuegos. Su programador recibió una pequeña fortuna por haberlo terminado él solo en tiempo récord antes de la Navidad. Pero la confusión y el desecanto cundieron entre los niños. Millones de copias fueron vendidas, pero muchas más acabaron acumuladas en los depósitos de la empresa. Dicen que varios containers de cartuchos fueron enterrados en el desierto de Arizona años después, mientras la empresa intentaba sin éxito relanzar el negocio. 

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