jueves, octubre 4

Hoy pasé por lo de mi mamá. Comimos algo al mediodía, rápido, mientras ella atendía unas llamadas y yo chequeaba mails. Después me quedé leyendo el último libro de Greil Marcus -por lo menos el último editado acá- El basurero de la historia, que es una antología de ensayos sobre las maneras en que las bandas de rock, y los movimientos revolucionarios y las pinturas del paleolítico tardío, y personajes de novelas como Ignatius Reilly, todos tienden a disolverse en el transcurrir del tiempo, hasta convertirse en fenómenos inaudibles, olvidados o recordados por motivos falsos. Un libro sobre los malentendidos y perplejidades de un crítico de rock frente a la lenta, progresiva e imparable degradación de las leyendas en rumores, su devenir susurros o papeles amarillos. Apuntes para una teoría del olvido en la era de los medios masivos. Los intersticios del mundo por los que huye el sentido de nombres ya impronunciables.
Pensé en Luca Prodan. En la biopic que estrenaron hace unos años, en la sucesión de anécdotas con las que intentaban transmitir su lado genial de payaso sabio o borracho terminal, mediante testimonios de amigos y amantes. En la entrevista al dealer que le vendió la heroína introducida en la película justo después de narrar el suicidio de su hermana y de contar que el mismo Luca había sido su primer mentor en el mundo de las drogas. Luca trastabillando en el subte, entonando viejas canzonettas italianas. Ya no recuerdo los detalles, pero sí una impresión: la de estar viendo un intento por desnudar al ser humano detrás del mito, pero un intento tan fanático que dejaba tirado al personaje en una zanja. Un intento que lo reducía a un puñado de escenas dotadas de un aire a verdad implacable; buenas intenciones pero fascinadas por el patetismo, desesperadas por mostrar algo crudo y creíble, aunque para lograrlo hubiera que entrevistar hasta al kiosquero que una vez lo vio fisurar sentado en el cordón de una vereda. O contarle las costillas ayudados por una foto de sus últimos días atesorada por una de sus novias más efímeras.
No estaba mal de por sí. El mismo Greil Marcus desmonta en unos cuántos párrafos la farsa involuntaria en la que se transformó el misticismo juvenil de los poetas beatniks. Pero también los rescata de ese basurero de la historia en el que los percibe a punto de caer, mientras recuerda a Allen Ginsberg, en su frágil condición de "gay, judío, zurdo y anarquista", y sobre todo a su poema "América", esa nueva declaración de independencia: "Y si los beats no hicieron más que montar el escenario" - hecho de amistad, cariño y complicidad, como dirá más adelante - "para que una obra así pudiera aparecer, casi cualquier tributo a estas almas rebeldes y vanidosas estaría justificado".
Y sin esa fe en un brillo posible, sin la certeza de estar rescatando del olvido momentos valiosos, y sin la capacidad para volverlos otra vez relevantes, los regresos al pasado tienden, lo sepan o no, y aunque no les guste, al cinismo.
Y, en realidad, este es uno de los temas preferidos de Los Simpsons.

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