sábado, octubre 6
Hoy estuve hojeando el Diario de Andrés Fava, de Cortázar. Repasé las notas dispersas sobre Buenos Aires hacia 1950, los retazos de momentos señalados en coordenadas precisas, del comedor de la YMCA a la Costanera, los paseos hasta el río entre amigos y charlas sobre jazz y poesía francesa, Plaza Once y, sobre todo, el glosario de puertas cancel y zaguanes que no aparecen tanto en estas páginas pero a mí siempre me hicieron acordar a Cortázar, su manera de nombrar a Buenos Aires con detalles de los que parecía estar despidiéndose, un poco como en las callecitas de Borges, con sus patios, parras y paredones, pero sin la pretensión de fundar mitologías. El Diario..., justo antes de su viaje a Europa, es pura nostalgia anticipada. Empezaba una nueva vida, y en ese paneo por la ciudad, que es apenas un puñado de lugares donde se tejen charlas y citas, todo se tiñe de una vaga sensación de tedio. Y la sensación acaba repelida -o lo aspira, al menos- a través de poemas y conciertos de música, y de la mirada fija en momentos que empiezan a pasar de largo. Todo parece estar a punto de entrar en el pasado. Y de ahí, la impresión -que siempre me transmitieron los cuentos y novelas de Cortázar-, de hacer excursiones por Buenos Aires como si estuvieran subiéndose a una máquina del tiempo, siempre llegando desde algún lugar lejano a recobrar instantes fugaces, en los que se sumergen para reponer el brillo de boxeadores entrañables y de sus fans que estrujan paquetes de cigarrillos pegados a la radio; o la fisonomía de familias disfuncionales, encerradas en viejas casonas de barrio, aisladas del transcurrir del mundo. Es el pasado, la corrosión del tiempo que desgasta las cosas, cubriéndolas de un barniz amarillento o fijándolas, condenándolas a vivir una existencia anacrónica. Buenos Aires es, finalmente, ese lugar antiguo, pasado de moda, habitado por personas que no terminan de entender lo que pasa en el mundo, desfasados de los cambios y alejados de los acontecimientos de su época. Es el hilo más o menos visible que une a los personajes de Cortázar, desde los hermanos recluidos de Casa Tomada hasta Traveler el amigo porteño de Horacio, soñador atrapado en Buenos Aires, de Rayuela, o las señoras de familia y los funcionarios del correo, enemigos de los cronopios, a los que enfrentan en una guerra fría de baja intensidad. Recortes contra el fondo de un tiempo envejecido. Postales gastadas en un cajón o guardadas en un libro poco frecuentado. Pero Cortázar mira esa Buenos Aires con amor, respeto, reverencia y complicidad. En el Diario de Andrés Fava habla de su adolescencia:
"era el fin del cine mudo, Mussolini, Romain Rolland, el hundimiento del Mafalda, Cocteau, Milosz, el 6 de septiembre, Uriburu, la Legión Cívica, Hitler, Soy un fugitivo, Federico, Michaux, Sur, Klemperer, el ensanche de Corrientes (vago recuerdo de sus cines "realistas" en larguísimos zaguanes, con películas borrosas donde sátiros de flequillo y cuello duro corrían a pobres señoritas estúpidas por habitaciones absolutamente bric-à-brac), el subte Lacroze, prodigio de las escaleras mecánicas, expedición descubridora con los camaradas de cuarto año, el tramo Canning Dorrego, el vértigo de la panza del Maldonado... El Graf Zeppelin, Gene Tunney, Gertrude Ederle, Ramón Novarro, Tito Schipa, Lily Pons, el príncipe de Gales, Roura..."
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