domingo, febrero 8

4-2

La Embajada Argentina debería preservar las paredes de las habitaciones del Carretero. Son restos antropológicos, testimonios en crudo de algo así como la cultura rock juvenil-adolescente de Argentina, la que emergió en los '90 en los recitales de La Renga y Los Redonditos de Ricota, "Una bandera / que diga Che Guevara / un par de rocanroles / y un porro pa' fumar / matar un rati / para vengar a Walter" etc., el logo de SUMO, un Bob Marley fumando, frases de Cortázar y Galeano, solidaridad con Cuba, los tópicos del viaje y la vida mechados con el alma y el espíritu, declaraciones de amor a América Latina, mística mochilera, revelaciones de un mundo mejor y recomendaciones para conseguir porro y ayahuasca en La Paz. Algo de fútbol, intervenciones en francés y alemán, ecologismo en la línea de "Cuando el hombre haya envenenado el último río, talado el último árbol" etc., collages multicolores chorreando tinta de las paredes, capa tras capa de sensibilidad utópica y nostalgia por la malograda Era de Acuario sesentista. "La Paz - feberero - 2003. Este viaje me cambió la vida. Ramiro de Laferrere".

En mi habitación duerme Liza, una irlandesa que llegó a La Paz hace quince días y sigue sin fecha de partida a la vista. El día que la conocí había ido a visitar la cárcel de San Pedro, en el corazón de la ciudad. Un irlandés, al que atraparon en la frontera con un paquete de cocaína, pasó una temporada ahí, y escribió un libro sobre ese oásis de la corrupción en donde, entre otras cosas, acabó por organizar un servicio de visitas guíadas en inglés por las instalaciones, para turistas reclutados por un guardia apostado en la entrada. Ya liberado, el servicio al parecer se mantiene, y no termino de hacerle entender a Liza lo suicida que suena el programa.

El viernes antes del referéndum llegó Roger, un cochabambino con domicilio en La Paz, adonde viajó para votar por el SÍ. De vacaciones, está por recibirse de Lic. en Letras en la única carrera disponible en el país, en la Universidad Mayor de San Andrés de La Paz. Al parecer, tiene avanzado el proyecto de abrir una librería en la ciudad, y me comenta la escasez de títulos y la ridícula inflación de los precios en las librerías locales, a lo que le respondo con una exagerada celebración de las librerías de saldos y usados de Buenos Aires, adonde de todas maneras pensaba viajar para aprovisionarse. Aparentemente lo convencí de invertir en el rubro.

Roger nos lleva a Liza y a mí a conocer la noche paceña. Vamos al barrio de Sopocachi, la plaza Avaroa y tomamos api con pastel en el local de Las Vírgenes del Deseo, un afamado grupo de feministas radicales cuyos graffitis proliferan en muros y edificios ("Si Evo tuviera útero, el aborto sería despenalizado y nacionalizado"). Liza y Roger charlan sobre las bondades de los destilados de cereales de sus respectivos países. Confrontan usos, las rondas en torno a la estufa de leña en la casa de un viejo dublinense, sus botellas caseras rescatadas del armario, las afamadas chicherías de Tiquipaya en Cochabamba, que no conozco pero me suenan a bares de bebedores caídos en combate, aferrados a botellas todavía llenas. Una noche vamos a la Jaen, la callecita donde funcionan un par de bares frecuentados, dice Roger, por la joven guardia de la literatura boliviana. En la barraca de paredes aladrilladas del Etno-Bar, iluminada con velas, pedimos unas vueltas de ajenjo de Sucre, exlusivo de la casa. Es el mismo 70% de alcohol en dósis terapéuticas que componía, me parece, junto con el opio y otros accesorios de exotismo francés, el bagaje standard de la tribu de los poetas malditos y decadentistas del XIX. "The green shit" bautiza Liza a los verdes sorbos de ajenjo, servidos en vasos diminutos, con instrucciones de no retener el brebaje en la boca y limitarse a respirar sus vapores, surgidos de una ingesta corrosiva, con gusto a hierbas. Más tarde, una botella de pisco y otra de Sprite, para diluír un efecto más parecido a una sobredósis de café que al mareo de una hilera de tequilas bajados al hilo.

Roger planeaba votar y volverse a Cochabamba, pero lo absorbe la inercia viajera de El Carretero, y decide venir conmigo a Sorata, un pueblito a tres horas de La Paz, en un valle verde, tapizado de árboles y plantas. Hay una plaza con palmeras y una estatua de un héroe de la guerra del Chaco, callecitas de piedra y casas antiguas, vagamente señoriales. En el patio del Hostel Reggae hay un mono llamado Wilson atado a una soga, que se trepa a los turista que toman mate en el quincho. Pero nos quedamos en El Mirador, y el mejor programa que ofrece Sorata es pasar las horas mirando desde su terraza cómo varían los matices y texturas del valle a medida que transcurre el día.

Una tarde me quedo leyendo la Lonely Planet de un australiano que reside en nuestra habitación, repasando los destinos turísticos del Chaco paraguayo, el background mínimo indispensable para entender la historia argentina reciente, y los consejos para sortear las zonas inseguras en los suburbios de ciertas ciudades de las Guyanas. Es un manual escrito por viajeros expertos, que puede competir en exhaustividad con las más maniáticas entradas de la Wikipedia, incluso las cooptadas por intelectuales orgánicos de sub-segmentos específicos de la cultura POP reciente. Cuando me dispongo a leer la entrada de Sorata tengo un instante de revelación, parecido al que sentí la primera vez que entré a Google Earth y busqué el techo de mi edificio. (Debe haber algún concepto místico-oriental para definir esa repentina sobredosis de información). Sobre el encargado de El Mirador, habíamos empezado a tejer una red de hipótesis con Roger, desde que nos recibiera el primer día con su bata abierta y en calzoncillos, y más tarde recostado en su litera junto al mostrador improvisado en su cuartito, frente a la TV y los pósters del porno-soft más berreta, nos terminara de comentar las condiciones de uso de su hotel. Una serie de especulaciones, a las que se sumaron otros inquilinos que tendían a sospechar de alguna forma de perversidad, en Carlos, que así se llamaba, cuando bromeaba con sus cachorros amenazándolos de muerte, o los ahorcaba amistosamente con una cadena para darles un baño de jabón en la terraza.

Una mañana despertamos con los parlantes de El Mirador a toda potencia, emitiendo grandes éxitos melódicos de los años '70, entre los que sobresalían los boleros de Dyango, y que a la vista de la plácida vegetación circundante, subrayados por el bajo áspero de la voz de Carlos, se tornaban entre surrealistas e insoportables. Y ahí estaba la Lonely Planet, entonces, describiendo en una breve línea las acomodaciones del Hostal El Mirador de Sorata, su irresistible terraza tan cálida ella como errático su dueño, única desventaja de un hospedaje por lo demás impecable. Precisamente, leído el diagnóstico al tiempo en que Carlos, que quizás nunca se enterase de su ambiguo ingreso al Salón de la Fama del Turismo, no hallaba mejor lugar para tender una soga y poner a secar ropa, que la misma vista que daba nombre y prestigio a su emprendimiento hotelero, decorada ahora por sus calzoncillos y camisetas, y otra ropa interior de su señora e hijo, atravesando el verde tapiz del paisaje como en una propaganda de jabón protagonizada por actores desempleados, de bajo presupuesto, como nosotros.

Cuando volvimos al Carretero, unos días después, Liza seguía a punto de irse. La noche en que nos despedimos nos contó sus planes para los próximos meses, su decisión de no volver a Irlanda por los rumores de una crisis económica en la que podía entrever una Dublin desalentadora, plagada de estados de ánimo aún peores que los habituales, y de la que solo extrañaba las sesiones de ingesta alcohólica, el poitin en casa de su anciano amigo, los modales de la vieja Irlanda rural. Ahora seguía viaje a Nueva Zelanda, invitada por su prima a sacar provecho de uno de esos destinos a los que recurren, según rumores, viajeros a cumplir jornadas de trabajo liviano y bien remunerado que, realizado por algunos meses, genera dinero suficiente para emprender travesías como un tour por el sudeste asiático, concluido en la capital de China, o el trayecto Buenos Aires-México DF que es lo que Liza tenía en mente para sus próximos meses; recolección de frutas en las afueras de Auckland, ella, o el Santo Grial de las finanzas mochileras, empleo en la cosecha de marihuana medicinal en granjas de California. Dicen, se dice, plazas fáciles de gestionar, previo filtrado vía permisos en embajadas y/o agencias.

Roger volvía a Cochabamba, antes de volver a La Paz a terminar la Universidad y abrir su librería. Parecía decidido a adoptar el Carretero como su nuevo domicilio permanente. Y es probable que lo consiga.

Yo volvía a Buenos Aires. Nos anotamos nuestros Facebooks, y nos deseamos buen viaje.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me sorprende que no haya comentarios. Me gusta tu prosa sobrecargada, poeta ;) Ese ajenjo o green shit parecía muy bueno.