martes, abril 24

SEGBA

En el edificio en el que vivo se mudaron hace un tiempo unos chicos. Son de los que ensayan con un órgano y una guitarra, y tocan canciones de rock, a veces cumbia. Se los escucha por la columna de ventilación del edificio, ese patio minúsculo en el que desembocan todas las cocinas. Visto desde arriba el patio parece más árido que los desiertos de la Luna, pero con un banquito, un asiento de plaza hecho con tablas de madera en el que nadie se sienta. Estos chicos son tema de conversación en el consorcio. A veces se quedan charlando fuerte a la noche, llegan amigos y amigas, cantan, gritan. Además, cada tanto hacen fiestas; ahí sí hacen ruido. Los días siguientes, cuando salgo, me cruzo con la portera que barre el hall de entrada. Pone cara de resignación y de complicidad, gestos que todos conocen, microscópicos, silenciosos llamados al -y deseos de- orden. Yo me hago el boludo. Casi nunca estoy los días de fiesta. Pienso, entonces, que todo lo que diga no va a hacer sino confirmarla en sus sospechas. Y los chicos, de por sí, llevan las de perder.
Del otro lado del departamento, en el que vivo con mi madre, la ventana del living da al pulmón de manzana. La mitad de ese espacio lo ocupa el patio de una escuela secundaria. Alguna vez la vista estuvo parcialmente oculta detrás de un frondoso árbol, que las disposiciones municipales convirtieron en leña. Más acá, casi pegado a mi edficio, junto al patio trasero de la portera, se hiergue una dependencia de la escuela secundaria, a una altura casi igual a la de mi ventana. Veo el techo de la dependencia, cubierto de aislante, y la pared blancuzca, pero nunca supe, entonces, qué función cumple. Ese detalle es lo único inquietante de una vista por lo demás previsible. Se ven balcones, fachadas, algunos cables que se cruzan y, a veces, personas que se asoman por las ventanas. Siempre es fugaz. Antes se podía mirar la copa del árbol, mientras se cubría de pájaros o perdía las hojas en las estaciones. Ahora, y volviendo al techo de la dependencia, y a los chicos del sexto piso, se ven dos cosas desde mi ventana. Una es un pájaro que murió en algún momento de los últimos meses. La otra es una botella de Quilmes que salió volando de una de las fiestas y se estrelló, como el pájaro, cerca de él, contra el techo de la dependencia.
Me acuerdo de muchas otras cosas que estuvieron tiradas, abandonadas, sobre ese techo. En los últimos años hubo pedazos de madera, envases, alguna revista. Pero hasta ahora, nunca los habían dejado tanto tiempo. Un pájaro seco y una botella rota, parecen la tapa de un primer disco, de la época en que se hacían discos de podrido punk adolescente.

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"La verdad es que esto es tremendamente complejo," dijo Hirsch. "Honestamente, pienso que cualquiera que te diga que tiene una idea exacta lo más probable es que no entienda el problema."

(Robert L. Hirsch, asesor del Gobierno de Estados Unidos sobre recursos energéticos, autor del llamado "Informe Hirsch" sobre el final próximo de la era de las fuentes energéticas baratas)

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Estuve leyendo sobre el fin del petróleo. Siempre hay alguien que recuerde que las leyes de la oferta y la demanda se van a encargar del resto. Tarde o temprano el mercado encuentra su camino, y lo que antes era escasez ahora es oportunidad.
Y después está Kurt Vonnegut, diciendo que somos adictos al petróleo a punto de entrar en abstinencia. Y una ignota activista citada por Linkillo, que sueña con las bondades de una vida low-fi en un mundo pos-ciudades de cultivos locales y calentadores de energía solar. Ahí vamos de nuevo.

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