Un día llegó el Americano. Fue de improviso, apareció en la Oficina a media mañana, sin avisar, y entró con el piloto doblado en el brazo, un maletín y un paraguas, como si acabara de bajarse del bus que lo llevara todos los días de su casa al trabajo, sólo que estaba en Buenos Aires, ya no en California, porque había recorrido once mil kilómetros desde el búnker de la Empresa para dar los últimos retoques al Plan Quinquenal de Operaciones. Eran días de furia. Quedaba una semana antes de la Gran Entrega, y el tiempo en la Oficina se espesaba a medida que los archivos llegaban y pasaban a engrosar las pilas de trabajo atrasado. Era como si una cinta de palabras surgiera de las computadoras y esperase que la procesáramos, siguiera brotando de las máquinas aunque nadie se encargara de ella, y terminase por enrollarse e inundar el ambiente con una absurda marea de papel. Lo irónico: que el papel estuviera escrito, que nos pagaran por traducir ese mensaje.
El Americano sonrió, y saludó a cada miembro del equipo, asoció las caras con los nombres que traía, seguro, impresos en su maletín; entregó saludos de parte de la Empresa, un gesto de gratitud por el esfuerzo puesto en ese gran proyecto que teníamos en las manos. No lo envidiaba. Estaba claro que su llegada implicaba, además, otra cosa. No sólo el almuerzo al que nos invitó en un restaurant para conocer un poco más sobre nuestras vidas. Esa fue una manera de achicar la distancia inherente a este tipo de organizaciones, anular la frialdad del correo electrónico y las virtual-meetings que se convierten en males necesarios cuando se trata de dirigir empresas desde lejos.
El tiempo vuela, nos contó-- lo rodeábamos en una mesa larga. Él, cuyos antepasados eran españoles y en cuyas venas latía sangre ibérica -dijo-, y aunque amara a los Estados Unidos, de vez en cuando sentía la incomodidad de la indiferencia, el silencio de sus compañeros de viaje, de asiento (en el avión) que no dirigen la palabra ni siquiera a quien se sienta a su lado (él, que se muere de ganas de sacarle charla a cualquiera). Y eso -dijo, y me asombró- porque allá trabajamos muchas horas, y porque todos viven concentrados en sus metas, ya la gente no tiene tiempo para divertirse y conocer a otras personas, pues. Un tierno y cínico y torpe orador, el Americano. Acá se come bien, dijo, en Argentina. Seguro de sí, como un Profesional. Me pareció sentirlo reír para sus adentros. Fue cuando preguntó en voz alta, a ese equipo de traductores que éramos, supuestos expertos en materia de álgebra de redes y química de la información; preguntó y tuvo la respuesta: Literatura. A la gente le gusta traducir, sí, Literatura. Como si fueran a colocar en el mercado (con Literatura) a la empresa de traducciones que él se dedicaba a promover con sus viajes por el mundo. Pero, dijo, con eso no hacemos dinero. Y todos reímos, claro que no. La tarde era apacible, desde la terraza del restaurant podíamos ver el hipnótico juego de los niños en el arenero de la plaza. Pero no hubo ronda de café porque a Roxy le sonó el celular con aviso de última hora, los plazos, como siempre, que volvían a acortarse y hubo que volver a los puestos de la Oficina. El Americano pagó la cuenta y allá fuimos.
La verdadera agenda de Michael (ése era su nombre) era resolver el conflicto, la lucha armada en la que se había convertido todo intercambio, de cualquier tipo y sentido, entre el Chulo y la Dama. Ella, acorazada con el blindex de una historia que la tenía como protagonista (heroína de los tiempos míticos de la Oficina, miembro fundador, etc.), apostaba un capital que creía inestimable. Su título: el de experta en lenguas, referente para la calidad. Quería sacar del medio, claro, al Chulo y su visión mesiánica del negocio, su apuesta a un futuro de ampliación tecnológica, el cambio de rubro, la esquizofrenia de la revolución. Él era el cambio, ella las fuentes. Luchaban por el volante de un micro que caía en picada libre como un clavadista olímpico.
Hubo reuniones-- fue lo que más hubo. El Americano, el Chulo, la Dama, nosotros, todos juntos, por separado. Roxy, encargada de coordinar la entrega, asignaba archivos para traducir y controlaba sus nervios con dósis de café y aspirinas. Era capaz de fabricar mesetas de armonía, espejismos de trabajo que sumían a la Oficina en silencios que, a su vez, eran presagios de nuevas conmociones. Los tiempos se aceleraron -aún más- y pronto se hizo difícil seguir las alternativas del combate. Lo que antes eran portazos y amenazas emitidas a los gritos, parecía derivar en una suerte de guerra de guerrillas en la cual la oficina ocupada por el Americano pasó a ser el eje central de furtivas visitas y salidas a gran velocidad. Recuerdo imágenes entrecortadas en las que apenas podían reconocerse las figuras brumosas del Chulo y la Dama, alternadas, fantasmas en el frente de una batalla cruel y opaca. El Americano, como siempre, se mantuvo impasible, como en Graham Greene.
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