Me acuerdo de mi llegada a la oficina. Me señalaron una computadora y me dijeron "Podés empezar". "Okey", respondí.
Mi computadora estaba conectada con un servidor por medio de una red inalámbrica. Por la red me llegaban los archivos que tenía que traducir y, lo que era más importante, lograba acceder a la memoria central que construían cada uno de los traductores desde sus computadoras, ese almacén de frases que crece a cada minuto y que permite multiplicar el rendimiento y la velocidad de traducción como una turbina pegada a la cola de una bicicleta. Éramos un equipo. Éramos como los chicos que juegan a matarse en mundos virtuales. Había que coordinar los movimientos, acordar los términos de la traducción, mantener una coherencia que se diluía con cada frase del texto que atravesaba esa máquina en la que nos habíamos convertido. No iba a ser fácil.
Y desde el primer día hubo contratiempos. Se avecinaban grandes cambios, y se notaba. Porque la ampliación del personal había sido repentina. Y porque el trabajo llegó de California, Casa Central, casi sin aviso y la dirección de la oficina respondió como un cirujano ilegal adicto a las anfetas: cerró los ojos e hizo lo que pudo. No les importó el paciente. Conocían a la perfección el sistema de convenios y garantías (el paño) en el que se movían. La Casa Central les asignó una mega traducción y les dio un plazo. Ellos compraron computadoras, las amontonaron, buscaron personal (llegamos nosotros). En eso estábamos. Frente a ese millón de palabras que nos esperaba como un desierto de los Viejos Tiempos, un camino al que iban a morir, tarde o temprano, todas las esperanzas.
En la oficina se cortaba la luz si se encendía el microondas. Por el balcón podía escucharse el sonido del barrio. Llegaba un murmullo de pájaros y de golpes en un taller de autos, a lo lejos una avenida. El primer día se cortó la luz cuatro veces. Con el tiempo aprendimos a convivir con una instalación eléctrica al borde del colapso. Se podía encender el microondas si se apagabn una de las estufas; siempre había que avisar antes de calentar la comida, dar tiempo de que todos guarden su trabajo. No era un buen comienzo, de todos modos.
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