El viernes a la noche salí a comprar vino para llevar a una fiesta. Eran más de las once de la noche, "Washinton" el marcadito de los chinos había cerrado, los quioskos de Scalabrini Ortiz hace tiempo que no venden alcohol por decisiones municipales. Como me pasa cada vez que tengo que salir a buscar un local habilitado para venta de alcohol, sentí un poco de nostalgia por la época en que bastaba con pasar por el quiosko.
Hace unos días vi pasar a un chico en bicicleta, serían las tres de la mañana, llevaba en el manubrio -hacía equilibrio aunque sin elegancia- con un cajón de botellas de cerveza. No es una imagen infrecuente, gente que busca el quiosko, que pregunta por el dato que permita conseguir bebida para seguir, o empezar, la noche. En general me acuerdo de la única vez que terminé en una comisaría. Fue en Chile con mi amigo Franco, una noche en la que esperábamos gastar los últimos billetes de nuestro presupuesto antes de tomar el micro de regreso a Buenos Aires al otro día. Los carabineros que se nos acercaron -estábamos sentados en el cantero de una plaza, conversando con nuestra botella de ron y coca - ni nos dirigieron la palabra. Les bastó con oler la botella para confiscarla y llamar un celular por walkie talkie. Así llegamos a la comisería. En Chile no se puede tomar alcohol en la calle. No nos podían creer -eso dijeron- que en Buenos Aires sí. Qué peligro, dijo uno.
La pregunta sería para qué querés una plaza si no te podés sentar en ella a tomar una cerveza. Los vecinos más sensibles del barrio juntan porotos de información manipulada para que el gobierno restrinja todavía más el espacio público a los jóvenes: en Palermo hay patotas dice el padre de un chico muerto en un episodio tan oscuro que hace un mes que todos buscan un asesinato que nadie encuentra.
Entonces el viernes pasado lo vi. Caminé hasta Santa Fe. Él estaba parado en la puerta del Banco de Galicia, Santa Fe y Sacalabrini. Se refugiaba de la lluvia bajo el pequeño alerón que sobresale de las puertas de vidrio. Pelado, campera caqui militar. Juro por Dios que tenia un ojo tatuado en la frente. Lo volví a ver cuando pasé para tomar el colectivo, una hora después. Seguía en el mismo lugar, no parecía tener frío, no parecía esperar a nadie. Me devolvió la mirada. Seguí de largo.
Cuando volví casi a la mañana el hombre ya no estaba.
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