lunes, junio 27

Hoy me vine a usar la wifi de la pizzería Génova, en Corrientes y Suipacha. Me pedí una torta de ricota y un café.

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Hace unos días Marina Mariasch me invitó a presentar su novela. Ahí estuvimos con Ceci Pavón. Ceci leyó unas notas y las subio a su blog (..., ..., ..., ..., ...).

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Benita LLach escribió en Facebook: "ayer fue la presentacion de mi mama y charli dijo que el matrimoño es algo plantuno y cesilia dijo que cosas re lindas de mi mama".

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Yo dije algo así:

(Update...)

Marina me pasó su libro El matrimonio. Me dijo que era como un ensayo y me gustó la idea. Pensé que el nombre parecía el de un tratado, como si esperara agotar el tema rumbo a la pregunta: “¿Qué es el matrimonio?”.
Pero el libro, obviamente, no lo responde. De hecho no parece un ensayo. Es más parecido a una novelita, una novela breve, en la que aparecen distintos personajes -la esposa, el marido, los hijos, los vecinos-, en escenas cotidianas. Entonces, esperamos encontrarnos con una trama que los lleve hacia algún lugar, los haga entrar en crisis o recomponer su relación, o hacia otras eventualidades del estilo. Pero enseguida notamos que no hay diálogos, y lo que estamos leyendo parecen notas tomadas por un observador, a veces un antropólogo, que no logra terminar de comprender qué es lo que están haciendo esos seres que tiene delante. Tal vez porque no oye lo que dicen, o porque no los entiende. Ese observador se limita, entonces, a describirlos, y usa una lengua que nunca parece alcanzarle, y que es difícil decir de dónde viene.
Si un ensayo es un texto que se dedica a pensar un objeto sin ninguna seguridad, sin un saber previo que le garantice una autoridad, entonces quizás el libro sea un ensayo. Un ensayo que tiene que ir inventando un lenguaje a medida que avanza, a la medida de lo que está tratando de decir. Y ese intento, entonces, puede salir mal, y puede llegar a conclusiones totalmente opuestas a las previstas.
Cuando El matrimonio describe a los personajes y su hábitat, lo hace con imágenes que parecen tomadas de la naturaleza y de los cuentos de hadas. Cuando la esposa hace las tareas domésticas “La ropa sucia yace sobre el suelo como una pila de animales muertos. Hiede, volcán en erupción de las cosas que pasaron y que no serán fáciles de olvidar.” y luego, en cambio, “La ropa limpia es un misterio”. La esposa es “una montaña. De leche azucarada, kilómetros de piel, rencor y culpa”. “se mece en el sillón, flan de vainilla, natilla, té con leche y miel. El paisaje que ve es verde.” y “Cae de espaldas sobre un colchón de hojas secas que crujen”. El marido, en cambio, “es un robot que no contesta, ahora es Hércules, hijo de Zeus, ahora es un alien que quiere aprender el nombre de las cosas en la Tierra”. Después la esposa y el marido “se reúnen junto a la fogata”, aunque vivan en un PH. Y las escenas transcurren pero, como dijimos, no hay exactamente un relato, porque no sabemos cuánto duran ni cuánto tiempo las separa entre ellas. Y la sensación que dejan es la de estar leyendo a alguien que está escribiendo, de nuevo, sin tener en claro lo que tiene delante. Incluso en los pasajes en los que la esposa habla sobre sí misma, y describe su mundo, aparece esa indecisión, un estilo que habría que llamar “border”, donde pueden aparecer en las mismas frases la mesa del desayuno y la ropa de los chicos, el patio de un PH rodeado de edificios y un río, la corteza de los árboles, hadas que flotan y nevadas, como si de repente todo transcurriera en un lugar muy lejano.
En otro momento la esposa describe al marido y dice así: “La tempestad forma parte de un universo armónico. Pero el marido debe medirse con lo terrible y no con lo apacible. Se acuerda de lo espantoso, no de lo suave. Doma el mar desencadenado, doma los animales, los paisajes, las pasiones desenfrenadas, lo que lo rodea. Sólo nombra después de eso. Fabrica barcos para surcar el mar, arados para la tierra, saber para la conciencia. Se despliega con la voluntad de eliminar el misterio, con la voluntad de combatir contra el secreto hasta que éste se devele, se convierta en apariencias.”
Por momentos, es un poco como si alguien viera una situación por primera vez en su vida, digamos una obra de teatro. Si alguien que jamás hubiera visto una obra de teatro, y no conociera la idea misma del teatro, ni la lengua en la que hablan los personajes, tardaría bastante en entender lo que está sucediendo en la sala, el motivo que llevó a todas esas personas a sentarse y quedarse mirando a otras, y quizás nunca lo comprendería. Algo de eso puede pensarse en el libro de Marina. Parece preguntarse, ¿qué hacen el marido, la esposa y los hijos reunidos en el departamento?
Eso es lo que más me gustó del libro. Porque a veces pareciera que en algún punto ya se encontraron las respuestas para casi todos los interrogantes a los que podían enfrentarse los seres humanos. Hay a disposición cantidades infinitas de información y estudios sobre la vida, la salud, las emociones, la familia, el sexo, el amor. Se pueden descargar en la computadora bibliotecas enteras y pasarse la vida leyendo estudios e investigaciones sobre estos temas desde disciplinas infinitas: el psicoanálisis, la antropología, la autoayuda, la ciencia, el periodismo, la religión, el derecho. Todas tienen algo para decir acerca del matrimonio y también del amor. Y lo interesante es que el libro de Marina está escrito por alguien que no sabe, que parece perdida, en el mejor sentido, y que a la vez parece muy tranquila.
Tampoco es una novela, porque incluso los géneros narrativos tienen incorporados una cantidad de convenciones y formas que le imprimen cierto sentido a las relaciones humanas, la expectativa de un desenlace. En El Matrimonio hay algo místico en ese tanteo de nombres que nunca aciertan, pasajes llenos de idas y vueltas, y preguntas que se formulan y quedan resonando porque no hay nadie que las responda, y Dios siempre guarda silencio. Parece una larga pregunta que vuelve a plantearse en cada oración, como si su lengua no le permitiera afirmar nada.
¿Y cuál es esa lengua? Me parece que es la lengua de la naturaleza, una naturaleza encantada a la que los humanos le asignan sentidos mágicos, que siempre dejan abierta la posibilidad de lo inesperado. Una lengua en la que el matrimonio es algo tan incomprensible como una piedra o una planta:

“Metáforas vegetales: un árbol; las ramas de un árbol. Dos ramas de un mismo árbol. Crecer juntos, echar raíces, hundirse en tierra húmeda y rica, llena de vida, de gusanos y partículas en transformación, expandirse, afianzarse, agarrarse (las raíces son garras), y subir. Subir, subir, moverse hacia arriba, subir para ver el mundo de otra manera, desde arriba. Sobre un tronco, algo sólido, inamovible, incorruptible, inquebrantable. Dos ramas de un mismo árbol, que crecen a la par, pero se tuercen, cada una va por su lado, y se subdividen, generan distintos vástagos, a una le da más el sol y saca hojas. Pero se seca pronto y la otra, la que está más a la sombra, verdea tardíamente pero con hojas gruesas, jugosas. Una sube, la otra va hacia un costado.”

La sensación que deja el libro de Marina es la que produce pensar que este párrafo está diciendo algo sobre el matrimonio. Se parece a la perplejidad de oír a alguien hablar sobre un tema que conocemos en una lengua desconocida. Y tal vez se parezca a la distancia insalvable a la que se refería Benjamin, cuando hablaba de los seres queridos que ya no están y a los que se intenta dirigir palabras que, necesariamente, ya no comprenden.
Pero las “metáforas vegetales” tal vez sean, también, una imagen feliz, una manera anacrónica y romántica de referirse al amor. La naturaleza, finalmente, también es lo que no deja de renovarse y de seguir adelante sin inmutarse, hasta desentenderse por completo de los seres humanos que, como dice el libro, son “la única catástrofe, la más violenta de la naturaleza y el cosmos”. Más allá de los desengaños y sinsabores que depare la vida en pareja, El Matrimonio tal vez sugiere que el magma confuso de las relaciones persiste siempre, y con él un momento de goce, dulzura o como sea que alguien o algo se atreva a llamarlo. Algo más abarcador y envolvente, que se intuye, por ejemplo, en la tranquilidad que transmiten las escenas en las que transcurre la novela. La serenidad de que en última instancia nada de todo esto puede salir demasiado mal:

“El amor no necesita educación, se aprende sólo con no tenerlo. El manual es universal: tenés que ser fuerte, mostrarte contento, tenés que estar en dos mil lugares al mismo tiempo. El mandato llega en un canto polifónico, donde cada voz se suma a otra para que el mensaje sea único, indeleble. Algún amor crecerá, el tiempo pasará. Sigue así. Todo el mundo tiene alguien a quien amar. Algún día llegará, y cuando llegue, cierra los ojos y piensa en otra cosa.”

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