sábado, enero 14

Hoy me robé un libro, el primero de mi vida. Es La ciudad y los perros de Vargas Llosa; estaba en una mesa en Balcarce, al lado de los puestos del mercado de los sábados, apilado con otros libros como si estuvieran en saldo. Una chica estaba leyendo uno de pie, y a nuestro alrededor iban y venían los encargados de un set de filmación que se había armado en la esquina. Me quedé revolviéndolos un rato hasta que un tipo que miraba me avisó que no eran para vender. "Somos extras", me dijo, "nos pagan 250$ por estar acá, ¿qué te parece?". No se me ocurrió nada para decirle. ¿Qué filman?, les pregunté y me dijeron que era una propaganda de celulares para España. Me invitaron a revisar los libros, de todas maneras, cosa que hice mientras comentábamos algunos hallazgos. Una vieja edición de las Zonceras de Jauretche, un versión ilustrada de los Hijos del Capitán Grant auspiciada por Walt Disney, un novela de Graham Greene que no conocía. Mientras charlábamos me sentí como en un capítulo de la Dimensión Desconocida. Ese en el que un hombre se perdía en la ciudad y cuando llegaba a un callejón daba la vuelta para salir pero a su alrededor se llenaba de empleados vestidos de azul que se ponían a hacer arreglos y mover cosas, como si estuvieran acomodando el decorado para filmar una película. Después de vagar un rato, el protagonista se terminaba enterando de que había caído en un pliegue de la realidad, una especie de limbo temporal entre el tiempo presente y el futuro inmediato que todavía no ocurrió y cuya escenografía ellos eran los encargados de dejar lista para que sus habitantes la encuentren tal y como la habían dejado la última vez que la visitaron. "¿Alguna vez le ocurrió que dejó un papel escrito arriba de una mesita, pero cuando fue a buscarlo ya no estaba allí y nunca jamás volvió a verlo aunque revolvió toda su casa?". Sí, respondía el protagonista. "Bueno -decía el hombre de azul-, es que a veces nosotros cometemos errores."
Los extras eran una chica flaca, de pelo corto y algo pálida, de pollera larga y camisa, y el hombre sonriente que me hacía preguntas sobre mis gustos literarios y parecía aburrido pero también resignado a esperar a que los llamen para filmar. Cuando vi el libro de Vargas Llosa me lo guardé en mi bolsa de compras con el queso y el pescado. Les sonreí, les deseé suerte y me fui.

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El lunes viajo a Santiago, Chile.


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