martes, enero 4


Hoy salí por Once y me compré una lona. Un cargador para el Ipod. Un cuchillo. Un candado. Una cartuchera. Una zapatilla. Quería un gorro, pero no encontré.
En año nuevo estuvimos en Paranacito, las islas del Ibicuy, el Delta entrerriano. Estaba lleno de polillas, nubes enormes que se avalanzaban sobre las lamparitas apenas se hacía de noche, y se golpeaban contra nuestros cuerpos y contra los árboles. O caían al piso, que estaba cubierto de insectos muertos que acababan de poner sus huevos, un líquido naranja y pastoso.
Nos la pasamos jugando al shithead. Un juego de cartas que me enseñaron unas chicas de Israel mientras esperaba que llegara un micro en Sucre, Bolivia. Estuve un rato con ellas en el hall del hotel, y me invitaron a sumarme. Terminó el partido y me fui, y no las volví a ver, pero a una la agregué a Facebook y a veces me llegan noticias suyas, o algo parecido.
El shithead es un juego ideal para dejar que pase el tiempo. Es difícil saber si uno gana o pierdepor culpa del azar o de sus decisiones. Tal vez así sean todos los juegos.
En el camping donde paramos, había un barco encallado. Dicen que en un tiempo había un marinero ucraniano viviendo en la cabina. Pero ahora es solo un montón de hierro oxidado, donde se posan los pájaros.

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