sábado, enero 5

Para una definción de la merceología, III

Ya sacaron otro número de la revista Planta, hace tiempo, pero quería terminar de escribir algo acerca del anterior. Hace un mes que lo tengo pendiente, pero me colgué estudiando Latín I para un final sin pena ni gloria, después de pasar tardes post-jornada laboral en el Delicity de Cnel. Díaz y Juncal, rodeado de tertulias de fin de año de ex-alumnas del Jesús María, y similares, devenidas madres-ejecutivas que programaban el verano en un hueco ínfimo de la agenda para hacer un té con las chicas. Los demás eran familiares de los internados en la Bazterrica o la Clínica del Sol, que bajaban aliviados de las salas de espera, y algún que otro turista más allá de todo, jugando al Sudoku. El ambiente ideal, el único en donde podía hallar la paz para declinar los pronombres relativos y razonar la sintaxis de Lucrecio, que era un jodido. Para concentrarme después de haber estudiado en tantos bares, necesito el zumbido del vapor en la máquina del café express y el mozo que arrastra las mesas para acomodar gente donde ya no entra.

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Entonces, en el primer número de Planta Selci-Iglesias seguían adelante con su serie de notas sobre crítica de la cultura, y nuevamente se dedicaban a contrarrestar los análisis de ciertos autores, que en este caso eran Benjamin y Huyssen, en los que reconocían antes que nada una omisión, el "olvido" de un aspecto de la cultura sobre el cual desarrollan su propuesta y que sería algo señalado por Marx en El Capital, una instancia que acompaña a todo objeto producido por el hombre en las condiciones de producción del capitalismo, y que con el rótulo de "valor de uso" identifica un sustrato material-concreto de las relaciones humanas. El "valor de uso" funciona como punto de partida para que un objeto determinado, una lámpara de diseño o un libro de autoayuda, adquiera la relevancia social suficiente y, una vez puesta en juego su utilidad, acabe por cotizar y ser absorbido por un nicho de consumo específico en el mercado de bienes y servicios. Este plano empírico-mercantil de la cultura, aparece devaluado, dicen, en una larga serie de críticos cuyo enfoque acaba por hacerlos naufragar, perdidos junto a un elenco de fantasmas como la post-literatura, la pérdida del aura, la museificación de las ciudades. Selci e Iglesias se ponen ácidos, toman las armas de la sátira y no rehúyen ni siquiera alguna referencia amistosa, nostálgica, a la época de las purgas stalinistas y sus modos de incentivar el entusiasmo entre los intelectuales. Hubo discusiones, aquella vez, sobre el nivel de humor negro tolerable en función del buen gusto o la legalidad, la figura de la apología de la violencia, algunos aplausos, incluso, pero en todo caso, en el primer número de Planta la discusión se planteó bastante nítida. Estaba Huyssen, por un lado, y sus comentarios sobre efectos simbólicos, como si la ciudad fuera el discurso que los intérpretes leen en fachadas y paseos. El problema de la memoria, leído a través de distintas locaciones urbanas, un análisis de los modos en que se ve reflejada la experiencia histórica en formas e imágenes concretas de la arquitecta. Está bien, dicen en Planta, pero ¿cuánto vale el metro cuadrado? ¿A dónde van los inmigrantes cuando el gobierno pasa en limpio los barrios populares? ¿Para quién se refaccionan las casas? ¿A quién le sirve, finalmente, la reflexión sobre memoria, democracia y tolerancia multicultural en Europa?

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¿Qué es la ciudad, entonces? Eso que se escurre, dicen, frente a las narices de la "inveterada manada de críticos culturales". La ciudad es un "entorno merceológico", y con ello se refieren a un mercado, un escenario de intercambio de bienes, es decir, "valores de uso" concretos, situados, inscriptos en un contexto cultural. La perspectiva de Selci-Iglesias es materialista a ultranza. Hay ringtones, teorías literarias, cursos de misticismo sufí, en definitiva momentos diversos, más o menos particulares, de una incesante producción y reproducción de valor en el marco de la economía capitalista. Ese marco subyace, y hace posible, discusiones como las de Huyssens, pero éste no lo contempla y acaba resolviendo, o intentando resolver, interrogantes fantasmales, problemas del relato democrático, su bordado discursivo. Lejos del núcleo duro, económico, de la cuestión, estos críticos, según Selci e Iglesias quedarían boyando en un mar de lamentos, inmovilizados entre las algas. Su error, entonces, es que no reconocen la dimensión social, en cuanto mercancía, de aquellos fenómenos sobre los que reflexionan, y lo mismo para su propia producción teórico-crítica. Lo quieran o no, con más o menos elegancia, todo fluye y acaba por encontrar su nicho de mercado, allí donde el objeto-obra-mercancía adquiere cierta relevancia , o despierta el interés o halla una necesidad a ser cubierta por su propia existencia. Zapatillas o poemas, "cascabeles o caballos", en el mercado en el que piensan Selci-Iglesias la pregunta pasa por el "valor de uso". ¿Para qué sirve? ¿A quién le sirve? ¿Cuánto rinde? ¿Cómo se hace? Y sobre todo, ¿cuánto sale?

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La poesía argentina se financia con empréstitos británicos (Sergio Raimondi)

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Entonces, el materialismo se extrema. La serie la integran todas las cosas pasibles de uso. Y todas las cosas son pasibles de uso. Todas las cosas son mercancías. Todas las cosas fundarán un nicho, encontrarán su público, cerrarán filas con otras cosas, protegerán su mercado. Los caprichos teológicos de la mercancía. ¿Dónde termina el mundo de las ideas, dónde empieza el barro del mundo? Si algo está claro en estos artículos es que no hay separación, no hay un afuera del mercado. Toda la producción del hombre es económica, sólo acabará realizándose en la medida en que logre inscribirse en el mundo de la oferta y la demanda, ese"entorno merceológico", y a lo largo de ese proceso habrá encontrado, lo sepa o no, un ámbito de eficacia, una nueva utilidad. Desde este punto de vista, el panorama crítico se vuelve ambicioso: abarca el mercado internacional, entero. Los poemas, los fotologs, la banda ancha, los planes de estudio, la industria liviana, el desembarco de Google en China. En esta serie se desdibuja, pareciera, lo específico, o misterioso de cada entidad. El mismo asombro que invadía al protagonista de Snowcrash, la famosa novela post-cyberpunk. "¿Qué es esto?", se preguntaba, frente a una presencia no-humana que proliferaba en una Internet 10.0, "¿un virus, una droga o una religión?" "Qué importa," le respondían, "¿cuál es la diferencia?". Siguiendo a los artículos de Planta, la diferencia dependería del uso que se le diera al objeto, en cada caso concreto.

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La pregunta pendiente es ¿para qué sirve la poesía? Toda la línea argumental de Planta se orienta a recuperar ciertos materiales (obras de arte, poesía, conceptos) de un campo enemigo, el de una crítica errada que abarca gran parte de la producción teórico-crítica del siglo XX. Recuperarlos, entiendo, para devolver dichos materiales a un campo de discusión y análisis más productivo, a un análisis de situaciones económico-políticas concretas, fuera de las fantasmagorías y el devaneo teórico-abstracto. No parecen interesados por las especulaciones sobre el estatuto de los objetos en las sociedades modernas, según Agamben, en Estancias, y su repaso del imaginario medieval, el amor cortés, la psiquis del fetichista o el lenguaje según Heidegger. Habría otra cosa, un núcleo duro más urgente que las desventuras de la experiencia en Benjamin, o el gesto de Battaille de proclamar al "gasto improductivo" como medida de toda producción estética. Como si se pudiera, y fuera necesario, distinguir entre un análisis de superficie, reducido a estas elaboraciones, y un método más cercano a la praxis, y pegado a los objetos, quizás más científico. En este punto, los artículos logran su mayor eficacia desmontando enfoques teóricos y análisis, y poniendo en escena una discusión que de por sí es "útil" más allá de la justicia que hagan a los textos evocados. En principio, hacen lugar para poner en el banquillo un bloque de autores y conceptos que tienden a ser leídos como puras conclusiones, probadas y listas para entrar en acción a pedido del usuario.

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La propuesta, entonces, sería el análisis de las obras según sus "entornos de inserción", según la relevancia que encuentren y la recepción que obtengan en los medios de circulación. Medios que, según sus premisas, siempre son mercantiles y dependen del "valor de uso" de cada obra. Se trata, entonces, de leer una obra como potencial. No como un paraíso de la semiosis infinita, ni de la interpretación como fin en sí mismo, sino de evaluar todas las posibles formas en que una obra puede resultar apropiada por determinados sujetos en contextos y tiempos también determinados. Dicho con Deleuze, la manera en que una obra "hace máquina" con otras obras o sujetos. El aporte de ésta a la construcción de algo más. La manera en que la calle, según otro adagio cyber-punk, "encuentra sus propios usos para las cosas".

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Llegado este punto, quedaría saber qué es un aporte. ¿Cómo se mide aquello que una obra hace posible en tanto "valor de uso"? ¿Es conocimiento? ¿La obra como un estudio, con algo de científico, sobre alguna porción del mundo? En "Pequeña historia de la fotografía", Benjamin observaba, además de la disolución del aura de las obras tras la proliferación de las fotografías, también las nuevas técnicas y proyectos estéticos que se hacían factibles, como los ensayos fotográficos de un tal Sander, al que califica de "atlas anatómico" de la sociedad, un "punto de vista científico", con sus retratos de tipos provenientes de todas las clases sociales. Aunque llevada a un extremo esta posición, el arte quedaría enfrentado a todo el campo de prácticas más o mens científicas ante las cuales debería medir cierta eficacia explicativa. ¿Qué es más úitl un fotomontaje o un estudio de campo sobre las condiciones de vida de la clase obrera? ¿Qué puede ofrecer un poema sobre la historia económico-política reciente, al lado de un análisis en una revista de sociología? Pero dado que cualquiera estaría de acuerdo en que sí existe un aporte en ese caso, quedaría por definir qué es ese "valor del uso", esa inserción del arte en un "entorno merceológico". La instalación del problema, y la apertura de cierto espacio de discusión y análisis, como un ámbito de donde surgirían ideas y nuevas formas del lenguaje, sería una posibilidad. No porque la poesía fuera a ofrecer vías de acción inmediata, supongo, sino por la capacidad de iluminar ciertas zonas de la experiencia, o de dar cuenta de una historia como su trasfondo o materia prima. Una lectura así parece ensamblar a la perfección con poemas como los de Sergio Raimondi, para muchos otros, como los de Carlos Battilana, me cuesta más imaginar un productividad en este sentido. O más bien, me cuesta imaginar una productividad muy distinta de la de muchos otros poemas. Y sin embargo, en su caso, no me parece que eso hable mal de él.

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