miércoles, enero 31

Baudelaire

En 1857 Baudelaire publicó Las flores del mal. En 1939 Walter Benjamin escribe Zentral Park, donde reúne tésis y comentarios sobre la obra de Baudelaire, entre los cuales se destaca como eje de análisis el uso de la alegoría, un recurso estético que contaba con el repudio de los círculos académicos y críticos del momento, y que sobrevivía apenas -dice Jauss- en unos pocos círculos de pintores calificados de mediocres.
Benjamin, en sus análisis sobre Baudelaire, traza una línea imaginaria a través de la cual conecta la obra del francés con los llamados dramas barrocos, escritos en el siglo XVII en Europa. Ese puente tendido entre ambas épocas se describe como cierta forma de extrañamiento, una distancia que determinaría el tipo de producción a la cuál se entregan en sus respectivas situaciones históricas los artistas en cuestión, cada uno alienado, en cierta forma, respecto de una zona de la experiencia en torno a la cuál, pese a la distancia, y tal vez debido a ella, justamente, se dedican a escribir como si tal brecha no existiera, y como si la literatura (esa forma que conciben como meta (sueño) de llegada para sus proyectos) fuera posible de todas maneras, pese a todo. "Baudelaire - dice Benjamin - se enfrentaba a la vida moderna en forma semejante a la que el siglo diecisiéte enfrentaba a la antigüedad."
Los dramaturgos barrocos alemanes, de los que habla Benjamin, escribieron un corpus de obras acompañadas por comentarios, cuya finalidad explícita era revivir la tradición de la tragedia griega antigua. Su logro fue, en realidad, no la traducción literal de una forma antigua sino la puesta en evidencia de la distancia insuperable que los alejaba de ella, una distancia cuyo desconocimiento los llevó al fracaso que significaron sus obras, que -dicen...- aburrían a los mismos cortesanos a quiénes estaban destinadas y cuyas descripciones, en la pluma de Benjamin, hacen pensar en formas precursoras del cine gore, con su mecánica de muertes y baños de sangre repetidos al infinito, sin resquicios para la esperanza. En todo caso, la razón por la cual sus obras interesan a Benjamin, es menos como material para el estudio de una Tradición y su devenir, que podría resumirse en el "Ascenso y Caída de la Tragedia Griega", y en el cual los barrocos alemanes harían el papel de payasos, pésimos lectores de Aristóteles, sino más bien como conjunto de obras, cada una de las cuáles, por separado, no ofrece un material digno de atención, pero que tomadas como bloque permiten hacer una lectura que habla no ya de la teoría aristotélica, sino de la producción estética tal como esta se presenta anclada en el siglo XVII. O sea, no leer las continuidades de la Tradición (para descartar al barroco), sino las fracturas (para reivindicarlo). En el paso de la antigüedad al barroco -y a su ilusión de revivir a la primera-, se registra un equívoco necesario (ya no podían escribirse Tragedias), pero que es, sobre todo, productivo porque permite el surgimiento de una nueva forma. Esta forma está teñida, atravesada por una herencia cultural, condiciones propias del lugar y el momento de su producción, que eran, de hecho, lo que sus propios autores pretendían (sin suerte) eliminar.

Todo esto es, por lo menos, dudoso. No tengo idea de qué es el barroco alemán, ni de quiénes eran los que lo escribían. Es febrero en Buenos Aires, y en un rato me voy al parque a ver a Juana Molina. Quizás nunca lo sepa, y aunque Benjamin diga que los autores tampoco lo sabían, no cierra. Pero me gusta la idea del error, de lo que surge como efecto colateral, la resaca de un proceso no programado. Los efectos del "error" barroco se proyectan en el tiempo, al punto de que Benjamin lo considera precursor de otras corrientes anti clasicistas, como el romanticismo y las vanguardias del siglo XX. "El spleen - dice Benjamin - es el sentimiento que corresponde a la catástrofe en permanencia." Baudelaire hizo lo que pudo con lo que tenía, tomó la lírica (su bagaje de imágenes y formas), su Tradición, y la llevó hasta el límite permitido por ese laboratorio de la modernidad en el que estaba metido. En el camino dejó una serie de poemas en los cuáles, muchos años después, un crítico judío en el exhilio leería la clave para entender la configuración política y cultural que, en breve, lo llevaría a la muerte.
Esta forma de entender la historia y la cultura tiene muchas cosas rescatables. Una, tal vez muy banal, pero que se me ocurre ahora, es que deja a las obras de los hombres en una encrucijada. Son siempre producto de su propia voluntad, de su comprensión de sí mismos y de su lugar respecto del mundo, pero también del papel del azar, de la acción de lógicas y tramas cuya complejidad se les escapa, y que a la vez determina la figura necesaria que acompaña a todo productor, y que es la del crítico, esa posibilidad, tal vez utópica, de que alguna vez, en algún lugar, alquien ate los cabos suelto y reconstruya la historia de una obra hasta entonces invisible. La historia como recorridos a ciegas, encuentros imposibles con obras a punto de desaparecer. Toda obra, toda lectura, todo encuentro con ese fragmento de pasado adquiere, así, una calidad mágica. En cierta forma eso transmiten los análisis de Benjamin. Podemos leer su libro sobre el barroco alemán aunque no tengamis idea. En realidad, leemos su lectura, nos sorprende su sorpresa. Lo demás es literatura, de la buena.

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