martes, enero 31

Hoy estuve en un departamento de Barrio Norte con mi madre y mi primo revisando cajas depositadas hace años en la baulera por mi tía. Habían venido del departamento de mis abuelos vendido a mediados de los noventa, y puestas a macerar en una lista de tareas sentimentales pendientes. Me traje una colección de láminas de pintores argentinos (Berni, Alonso, Basaldúa, Seoane) y otra de ilustraciones del Quijote ganadoras de un concurso organizado por EUDEBA en los sesenta. También, una vieja jarra de bronce algo abollada y enmohecida, que voy a poner en una repisa con libros y que podría haberse usado en una taberna de Madrid hacia 1700. Había una bolsa de fotos descartadas porque ilustraban paisajes descononcidos o retratos de personas que nadie recordaba, y que tenían pensado tirar a la basura. Esa bolsa también me la traje pero todavía no la abrí. Voy a esperar una hora propicia para entablar charlas con fantasmas.

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Hace unos días, después de terminar de escribir un trabajo pendiente, me fui a la tarde a dar una vuelta por Corrientes y llegué hasta el McDonald's de la 9 de Julio. Ahí lo conocí a Jorge. Me habló mientras yo leía un cuento de Roberto Bolaño en una mesita de la planta baja y me pidió que le mirara la suya un segundo. El local estaba repleto, le asentí y lo vi, un tipo mayor, canoso, ir  hacia la fila de cajas y decirle algo a una de las chicas que atendía. Lo vi después volver moviendo la cabeza, "Es increíble", se quejaba, "No tienen medialunas, no tienen, podés creer. Tienen de esas de mermelada. Pero a mí no me gustan de mermelada". Estaba enojado. Le sonreí, no es para tanto le dije. "Sí, sí". Al rato volvió a pararse y buscó a otra chica, siguió tramitando su café con medialunas, no bajaba los brazos. Me miró como pidiéndome que le cuidara su mesa con vista a la avenida mientras volvía a la carga. Lo vi deambular entre las colas de las cajas y después negociando con una supervisora que le sonreía y parecía darle la razón. "Sirven hasta las 11hs las medialunas. Pero es mentira, no puede ser. Siempre te sirven.Te vuelven loco, tenés que pararte, molestar a alguien como vos o perdés el lugar". Después íbamos a acordar que la ecuación precio-calidad de McDonald's es imbatible.
Me hacía acordar a una escena que vi Nhace años en un Burger King de Rivadavia. Un señor mayor entró, fue derecho a sentarse a una mesa y empezó a hacerle señas a los empleados hasta que uno se acercó y le pidió un café con medialunas. Actuaba como si estuviera en un bar del que fuera habitué desde hacía años y parecía ajeno por completo a la era del autoservicio. Daba pena verlo ante un empleado que accedía a traerle el pedido pero le explicaba, servicial, casi por las dudas, cómo eran las cosas en realidad.
Jorge después de un rato consiguió sus medialunas y se sentó a comerlas mientras miraba la muchedumbre que pasaba por la vereda. Le terminé preguntando si venía siempre acá, y me contó que sí, que vivía enfrente en un hotel y que pasaba a la tarde "a ver si hay alguien". Ya habíamos hablado del Burger King de la vuelta y coincidido en que el café que sirven es muy malo, y además es chico. El otro McDonalds de 9 de Julio no le gustaba porque estaba siempre medio vacío, "acá ves gente por lo menos" me dijo, aunque después me iba contar que no tenía muchas expectativas de encontrar a nadie conocido, ya que habían dejado de venir cuando habían ido consiguiendo trabajo, según dijo muy vagamente. Le conté de Starbucks, que no conocía, y hablamos de la Giralda, de las pizzerías de Parque Patricios, su barrio hasta hace unos años, de Pirilo en San Telmo. Parecía estar perdiendo la memoria. Preguntaba por los nombres de las calles y los lugares, se disculpaba o asentía, "claro, Defensa, claro", y retóricamente interrogaba por los límites, "¿Montserrat llega hasta México, no? Me dijeron que hasta México, no sé. ¿Y el Parque Lezama? ¿Qué es, La Boca? No, San Telmo, claro. Yo iba antes por ahí, alguna mina. Ahora hace un tiempo que no, pero antes iba". Terminamos repasando calles y colectivos. "'¿Y Palermo, dónde empieza Palermo Hollywood?" me preguntó cuando le dije que era mi barrio de la infancia. Yo no tenía idea de dónde empezaba Palermo Soho. Después de un rato de divagar sin certezas por el mapa de la ciudad, nos despedimos con un apretón de manos.
Hace un par de meses, en la sala de espera de mi dentista, había una señora que, ahora, me hace acordar a Jorge. Yo leía una revista y cuando se sentó la miró y vio la imagen de un tranvía. Empezó a hablarnos a todos los demás pacientes, entonces, de las líneas de tranvía que había conocido de chica. Me gustaría acordarme cuáles eran y adónde iban; terminaban en el Centro, en Plaza de Mayo, pasaban por Flores, pero ahora no me acuerdo los detalles. Sólo que fue muy sorprendente la energía que ponía esta señora en repasar sus recuerdos, que de todas maneras surgían como vagas tentativas. Me sorprendió y pensé que quizás estuviera ejercitando la memoria, temerosa de perderla. Pensé en los juegos de ingenio que recomiendan las revistas de los domingos a los mayores que ingresan a la franja etaria del Alzheimer, el Sudoku de las memorias emotivas.

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