martes, enero 25


Hoy me compré la primera edición de bolsillo de Las bóvedas de acero de Isaac Asimov, 1954, en una mesa de saldos de la rua Borges de Medeiros. A 2 reais, nada más, en una librería que asomaba entre los arcos y las escalinatas; una ganga para el inicio de esa gran historia de amistad entre un investigador de la policía, Elijah Baley, y el robot Daneel Olivaw, en los tiempos en que la Tierra empezaba a poblarse de seres inteligentes artificiales, y se vislumbraban los primeros avances de la conquista del espacio, las bases del Imperio Galáctico. La saga se prolonga en más de quince libros, y en los últimos vuelve a aparecer Olivaw, el robot inmortal, habitante solitario de las estepas de la Luna, velando todavía por los destinos de la especie humana tal como lo habían programado para que hiciera hacía más de diez mil anios.



Al final el Imperio Galáctico entra en decadencia, y los planetas más alejados de los centros administrativos empiezan a perder los avances tecnológicos hasta volver a usar carbón para impulsar sus naves espaciales.
Un grupo de aventureros, científicos y hippies se suben a una nave y parten desde Trantor, la capital imperial, a vagar por los planetas más alejados y olvidados, donde los mapas se vuelven inexactos. Como mochileros en una combi por las rutas de Bolivia, salen a buscar esa fuente de todas las leyendas que hablan de un planeta originario, en el que alguna vez vivieron los seres humanos, confinados a un único pedazo de roca en todo el Universo, y del que acabaron por olvidarse, tras milenios de diseminarse por el espacio y sembrar las millones de colonias que alguna vez integraron el Imperio. La leyenda del planeta Tierra. Así es como llegan los expedicionarios a encontrarse con Olivaw, el viejo robot, que vive en una cueva de la Luna y les dice cuando llegan: "Hola, hermanos, los estaba esperando".

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