miércoles, enero 21

11-1

En el micro a Potosí, cuando nos bajábamos, conocí a dos chicas, las únicas turistas además de mí, en el recorrido desde Tupiza. Venían de Villazón y les dije si querían que buscáramos hospedaje.
En la saturada oferta hotelera de la ciudad, cuando anochecía y sin ganas de caminar, conseguimos una habitación para tres en la pensión de una señora, que se las arregló para disimular el hecho de que su propuesta de baño privado no incluía agua caliente, salvo en los baños del Mercado Central, enfrente. De noche, el centro de Potosí contiene a presión flujos de tránsito congestionado que dedica bocinazos a todo lo que se interponga en su camino, o esté cerca de hacerlo. Suma estridencias con el grito de los chicos asomados a las puertas de las combis-colectivos que anuncian los destinos de cada línea, interpretando una especia de copla frenética e inenentendible. Además, la topografía montañosa de la ciudad, las veredas angostísimas, la venta callejera que prolifera en todas direcciones, la comida frita, los jugos de todos colores, los 4000 mts de altura, el aturdimiento y las fachadas de antiguos aposentos coloniales, patios sombríos, adornos barrocos, balcones de madera como miradores privados a las calles, los faroles amarillos, la Villa Imperial arrasada por la historia.
El sonido ambiente se disipa, la mega-urbe en miniatura desaparece unas cuadras más abajo, hacia la periferia. En la peatonal, puestos de lomitos con papafritas a los que se arriman grupos de chicos y chicas de la extensa población estudiantil de la ciudad.
Julia es de Rosario y Candela de Buenos Aires. Sus planes incluyen terminar el viaje en la zona selvática de Bolivia, Coroico, el destino famoso en los úlitmos años por la ruta de acceso que atraviesa la montaña y que ganó el sobrenombre de "La ruta de la muerte", por la tendencia de los micros a desbarrancarse en sus desfiladeros de cientos de metros de altura, desde el camino de tierra de una sola mano en el que las ruedas solían bordear el precipicio como un dedo la hoja de un cuchillo. De Coroico van a ir a Tocaña, un pueblo de la selva habitado por una antigua comunidad de afro-bolivianos. Después, a Rurrenabaque, más adentro de la selva, en donde, dicen, hacen falta vacunas contra la tifoidea y pastillas para la malaria.
Me tienta seguir su ruta, sobre todo ahora que la gestión de Evo reemplazó el viejo camino de tierra a Coroico, por una ruta de asfalto. (Me acuerdo de Pablito, de sus relatos, despertando a los gritos a sus compañeros de viaje en mitad de la noche, lívido frente a las volanteadas temerarias de un chófer, por lo demás, inmutable e inaccesible).

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