(una versión resumida de esta nota fue publicada en Sur Capitalino, marzo de 2013)
Cada vez hay más rejas en las plazas. Cercos de contención que las rodean y obligan a caminar decenas de metros hasta encontrar la puerta de entrada. Esta es una experiencia nueva. Para los chicos y chicas que empezamos a ir a la plaza a principios de los años ‘80 en Buenos Aires, la idea de caminar hasta una puerta de entrada era algo sin mucho sentido. Una plaza era un lugar al que se podía entrar corriendo desde cualquier lado. Y para salir, lo mismo.
Después crecimos. Casi sin interrupción volvimos a las plazas, ahora con amigos nuevos. Y lo que entonces hubiera sido inconcebible es que las plazas tengan horarios. Las plazas, en los lejanos años ‘90, no sólo no tenían rejas ¡tampoco cerraban! Quizás por eso mismo íbamos a las plazas. A buscar un lugar donde pudiéramos estar tranquilos. Donde pudiéramos entrar sin pedir permiso y quedarnos sin que nos cobren, nos vigilen o nos regulen el tiempo. Lo más lejos posible del colegio o el trabajo. Las plazas eran -y son-, en definitiva, pausas o zonas liberadas en la trama de negocios y obligaciones que saturan la ciudad.
¿Para qué sirven las rejas? Se da por sabido. Sirven para cuidar los espacios. Evitan el vandalismo. Mantienen limpio el pasto. Son aspiraciones a las que es difícil oponerse. De hecho, las rejas proliferaron en los últimos años sin mayores resistencias. Fueron impulsadas por el Gobierno de la Ciudad, como si respondieran a una demanda implícita de orden y seguridad. Y la ciudad pareció acostumbrarse a ellas. Desde entonces, las rejas inauguraron un virtual toque de queda. Por las noches la ciudad queda cada vez más desprovista de plazas. Se las desaloja al caer el sol como si se convirtieran en parajes inhóspitos de los que fuera necesario protegerse. Y las rejas se siguen instalando, aunque jamás se intente especificar a quiénes están destinadas o por qué son el único recurso para luchar contra esos vándalos y su -más que curiosa- afición por destruir o ensuciar.
Ahora, salir del trabajo o el hogar equivale a ir a lugares rodeados de rejas- o barrotes. En los areneros los chicos juegan en espacios enrejados, rodeados a su vez de rejas más grandes. Debe haber pocas cosas más frustrantes que pretender atravesar una plaza y descubrir que la puerta de ingreso está rota y clausurada, por lo que es preciso hacer un rodeo para entrar. Y, una vez adentro, esperar que ese día los encargados de cuidarla hayan decidido abrir todas las entradas para que podamos salir sin hacer otro desvío.
Sobre todo, las rejas se vuelven absurdas al pasear por Buenos Aires una noche de verano. Al caminar, por ejemplo, por la vereda de Plaza Almagro para encontrarnos ante un predio lleno de bancos y mesas vacíos a los que no podemos acceder. Antes de las rejas, las plazas representaban una porción de la ciudad -la última, quizás- disponible todo el tiempo para todas las personas. En una ciudad cada vez más privatizada, las rejas nos obligan a renunciar de antemano a la posibilidad de pensar el sentido de los espacios públicos.
No se trata sólo de esa escena: parados en la vereda, agobiados por el calor, del otro lado de una reja que nos impide sentarnos en los bancos, acercarnos a los árboles. La Plaza Almagro cerrada obliga a quedarse en la calle o pagar por un lugar en la mesa de un bar. Pero las plazas de noche también fueron espacios de reunión en 2001, cuando las asambleas de vecinos empezaron a juntarse tras las caída del gobierno de la Alianza. Muchas de ellas empezaron convocándose en plazas de la ciudad. Resulta ridículo imaginarlas ahora teniendo que sortear las rejas, pidiendo permiso a los ordenanzas para extender su horario de funcionamiento.
Las rejas fueron aceptadas casi sin debate. Pero debe haber pocos urbanistas o arquitectos que consideren que aportan una solución interesante a los problemas suscitados por plazas y parques. Y sin embargo, las rejas prosperaron como una respuesta necesaria y casi impostergable. Ni siquiera se ofrecen como un mal menor, o transitorio, al que hubiera que recurrir como úlitmo recurso. Las rejas se promueven como un gran adelanto. Lo mejor que podía pasar, pareciera, era que se le agregaran nuevos perímetros y restricciones a la ciudad. Y si las cárceles son, para ciertos discursos, una “solución” para el problema del delito, también las rejas aparecen como lo contrario de un problema. Son cualquier cosa menos un obstáculo o una cuenta pendiente. Deberíamos estar contentos de tenerlas.
Sin embargo, en los últimos días una asamblea de vecinos del Parque Centenario realizó una protesta para rechazar su enrejamiento. El hecho muestra que tal vez el consenso sobre las bondades de las cercos no sea tan absoluto. Y que quizás exista la necesidad de discutir otros modos de cuidar y organizar los espacios.
Porque, en definitiva, ¿a quién se excluye de las plazas? Nunca dicho abiertamente, las rejas acaban por echar a quienes no tienen o encuentran otro lugar adónde ir. A aquellos para los que el espacio público significa algo más que un lugar limpio y ordenado. Vendedores ambulantes. Feriantes. Gente sin techo. Chicos y chicas, en general, siempre sospechados de algo. Las rejas tienen destinatarios precisos pero a la vez silenciados. Las rejas en las plazas son mensajes de advertencia, llamados al orden, señales habituales para delimitar la propiedad privada. Mucho más repudiables, en tanto que ni siquiera se animan a admitir sus verdaderas intenciones. ¿Son la mejor solución para las plazas? ¿Son el mensaje que queremos transmitir? ¿Tenemos que estar orgullosos de nuestras rejas? Un debate amplio sobre el espacio público es una cuenta pendiente para la ciudad -cuyos barrios no casualmente se agrupan en “comunas”-.
Y si ese debate, finalmente, se diera, surgirían, probablemente, muchas voces a las que todavía nadie quiso prestar oídos. Mi amiga Violeta Percia lo expresaba mejor que nadie en Facebook, hace unos días, a raíz de las noticias sobre la represión en el Parque: “En los '90 me gustaba una canción que decía "las rejas y los palos, armas del Estado", y también una que decía "¿querés ser policía?, ¡Yo no!". Cuando salía a la noche tenía más miedo de cruzarme un patrullero que una banda de pibes en la vereda. Me gustaba más quedarme en plazas o caminar por la ciudad que ir a bailar a un boliche. Tengo más risas con amigos en mi corazón -de amigos de hoy y de ayer- brotadas de esos paseos nocturnos -sin cámaras ni rejas- en la extensión de lo abierto, que las que tengo de todos los antros de dance por los que estuve”.
En estos días siguen adelante las obras para el enrejamiento del Parque Centenario. El enrejamiento de un Parque que ya tiene rejas. ¿Será eso lo que tenemos en mente cuando pensamos en espacios públicos abiertos, libres y disponibles para todos?